lunes, 11 de mayo de 2009

Yates: "Revolutionary Road"

Tenías razón, Luzma, sobre Revolutionary Road. Aquí teneís la opinión de JavierMarías:
Alfonso Sastre gusta de utilizar elementos fantasmagóricos para denunciar situaciones de la vida cotidiana relacionadas con la pobreza, la injusticia y la degradación de las personas. Otros escritores no necesitan echar mano del elemento fantástico para desvelar el horror a la vuelta de la esquina. Richard Yates es uno de ellos.
Tras la lectura de “Vía revolucionaria” (Emecé, 2003), se experimenta la misma y angustiosa sensación que produce un cuento gótico, pero sin monstruos y en un contexto de “sitcom” de primeros de los sesenta. Como si estuviéramos en un episodio de “Embrujada”: un matrimonio encantador, unos niños preciosos, los típicos vecinos cotillas, el jefe que viene a almorzar con su mujer, la suegra entrometida y la cuñada casquivana. Mientras la televisión ha ofrecido retratos amables e idealizados de su audiencia, en “Te quiero, Lucy”, “The honeymooners” o “La familia Munster”, teniendo que pasar varias décadas hasta el tímido realismo sucio de “Roseanne”, la sorna sociopolítica de los Simpsons o la práctica destrucción de la estructura familiar en la reciente “The king of the hill”, ejemplo de “contra-familia” siglo XXI, la literatura ha ido por delante de la cultura audiovisual a la hora de contar la evaporación del esquema social moderno.
Yates, extraordinario narrador de la insoportable soledad del norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial y uno de los escritores más injustamente olvidados de esta literatura, es el primer testigo del lento y contundente desmoronamiento de la familia como núcleo fundamental de una sociedad superada por sus miedos y contradicciones. Las zonas residenciales, de hileras simétricas de idénticos chalets pintados en rosa, con barbacoa, jardín, televisión en color y un Buick Special en el garaje, y el hombre de los helados tocando la campana de su camión, esconden, en el mejor de los casos, terribles decepciones y mentiras, como los decorados de las ciudades falsas de “El show de Truman” o “Pleasantville”. En el peor, la muerte, real o metafórica de sus habitantes, el reverso tenebroso de las comedias, ya de por sí amargas, de Doris Day y Rock Hudson.
Richard Yates, perseguido por su propia biografía de hogares rotos, divorcios, tuberculosis y alcoholismo, refleja el primer estadio de la frustración de hombres y mujeres ante ese ideal imposible de Darren y la bruja Samantha, el “crack” ideológico y sentimental que Fitzgerald volcó en su “era del jazz” y que él ubica en la “era de la ansiedad”.
Los protagonistas de sus novelas y relatos son personajes abrumados por el peso de su responsabilidad e incapaces de hacer frente a su matrimonio (sin otro aliciente que el consumismo, la infidelidad y el alcohol) o a su trabajo, en el contexto de las grandes empresas con oficinas enormes, a medio camino de Dickens y “El apartamento” de Billy Wilder, en un mundo pre-Microsoft. Un universo doméstico visto por Yates desde la perspectiva de un entomólogo y un pesimista moral en la década de los cincuenta, donde la seguridad se buscaba con desesperación inútil, dentro del miedo a la bomba, a los comunistas y a no ser como uno había soñado por el cine y la propaganda. La familia se desintegra y las relaciones quedan abortadas.
Para Yates, los protagonistas no pueden salir de la trampa para insectos que el adosado y las relaciones de cóctel les imponen, un determinismo familiar que Sinclair Lewis calificaba como “lo torpe hecho dios”, y que comparten otros autores, como John Cheeve o John Updike. Si bien estos artistas aún buscaban entre el desencanto algún rastro de heroísmo o rebeldía, Yates directamente tira la toalla por todos.
En las generaciones de escritores norteamericanos más jóvenes, ubicados en el realismo sucio y la ironía posmoderna, esta posición moral de Yates sobre el individuo como ser aislado dentro de una familia terrible ya no existe: las tramas en las que se desenvuelven los personajes pegados a la televisión, como único destino vital, de Raymond Carver; los obreros derrotados de Andre Dubus, sobre cuyo relato “The killings” se rodó “In the bedroom”; las tristes aventuras de Tobias Wolff; el inverosímil pero hiperrealista universo de Don DeLillo (“Ruido de fondo”); la familia hecha pedazos de Rick Moody en “La tormenta de hielo”, y los relatos nihilistas de William Trevor, Joyce Carol Oates o Richard Ford son nuevos planteamientos de seres que no están abocados a un final infeliz por fuerza, desilusionados y deprimidos como en un cuadro de Hooper, sino que aquí el vacío y la indeterminación se han adueñado de sus vidas desde el principio y ni los anuncios de la pantalla de plasma ni el pack de latas de cerveza sirven de escape alucinado.
Esa familia heterosexual de cortinas estampadas y muebles de baquelita, que Yates disecciona, observa y juzga como un inevitable mal sueño, es ahora una quimera de la publicidad, un resquicio del pasado y un peso negativo para el crecimiento adulto, como sucede en los devastadores dramas de Lorrie Moore. Sin embargo, Yates, con estilo frío y de línea clara, consigue dejar una incómoda idea en la cabeza de sus lectores: “Si mi trabajo tiene un tema, creo que es uno bien simple: que la mayoría de los seres humanos están ineludiblemente solos y en ello reside su tragedia”.

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