sábado, 7 de febrero de 2009

On Chesil Beach: opiniones

Todo ello extraido de Moleskine literario:

Eduardo Mendoza, por ejemplo, dice en El País:
La aparición de Chesil Beach, la última, breve y excelente novela de Ian McEwan, coincide con la exhibición de la película Expiación, traslación fiel y algo afectada de la gran novela épica del mismo autor. Empiezo mencionando esta circunstancia, porque no es casual que coincidan dos obras de calibre tan distinto. A la sinfonía heroica le acompaña una pieza de cámara -un símil derivado de la profesión de la protagonista de Chesil Beach- escrita con el convencimiento de que la envergadura de Expiación permitirá apreciar la justa dimensión de Chesil Beach. Lo que no significa que sin conocer la obra de Ian McEwan no se pueda leer Chesil Beach con gusto y provecho, sino que Ian McEwan no habría podido escribir Chesil Beach sin la existencia de la obra anterior, sin la certeza de haber demostrado la capacidad de afrontar con éxito empresas colosales, de que ningún matiz será pasado por alto y ninguna renuncia atribuida a desidia o insolvencia. De lo que se sigue que Ian McEwan ha actuado con gran libertad a la hora de construir una historia que bordea lo nimio.
No estamos presenciando unos hechos que transcurren ante nuestros ojos, aunque se remonten a otra época, sino que es la voz del autor la que nos los relata desde el presente, los comenta y los interpreta
Sería bueno leer Chesil Beach sin conocer la anécdota argumental, pero esto es casi imposible; es el reverso de la libertad a la que me acabo de referir. Digamos, pues, que narra paso a paso la noche de bodas de Edward y Florence y su desenlace en 1962, en una Inglaterra culta, timorata y provinciana, cohibida por la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, y previa a la transformación sobrevenida a finales de los sesenta. El término "noche de bodas" es un anacronismo apropiado, porque hablar de "primer encuentro sexual" sería impreciso. El rotundo fracaso de los protagonistas se debe, entre otras causas, a un contexto institucional y ceremonial que no coincide con la predisposición de los actores ni constituye el marco propicio para un acto que, con temores y torpezas, tal vez no habría resultado tan forzado y desastroso si se hubiera realizado de una manera espontánea, en un momento de arrebato no planificado. ¿La novela es, pues, un alegato contra la opresión de una sociedad que todo lo quiere controlar y donde los factores morales, económicos y de clase invaden el territorio de la intimidad? Algo hay de eso, aunque, de ser así, el suceso resultaría un tanto excesivo. Es cierto que la sumisión ancestral de la mujer la conducía al lecho conyugal como víctima al matadero, pero por lo general esta anomalía se solventaba con facilidad, o hace tiempo que se habría extinguido la raza humana. En Chesil Beach la insuperable aversión de Florence al sexo roza la psicopatía. Y tanto si el diagnóstico es exacto como si no, cuando un personaje se comporta de un modo tan insólito, pueden exigirse a su creador más explicaciones que las que da McEwan. Nada indica que nos encontremos ante un caso clínico en los capítulos intercalados a modo de contrapunto de la noche fatídica y en los que la trayectoria vital de los dos protagonistas nos es relatada de un modo sucinto pero completo. Si bien algunos elementos, apenas esbozados, podrían esclarecer la peculiaridad de los personajes. ¿Hasta qué punto la adaptación de Edward al mundo irreal de una madre perturbada ha condicionado su capacidad de relacionarse con las mujeres? ¿Oculta algo, real o imaginario, el recuerdo fugaz de las excursiones en barco de Florence y su padre? Ian McEwan prefiere dejar sin respuesta preguntas que él mismo ha suscitado.
Examinemos el arranque de la novela en la traducción más precisa que fluida de Jaime Zulaika: "Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil". En la segunda frase cambia el tiempo verbal y con él la perspectiva del lector. No estamos presenciando unos hechos que transcurren ante nuestros ojos, aunque se remonten a otra época, sino que es la voz del autor la que nos los relata desde el presente, los comenta y los interpreta. La segunda frase introduce un elemento de distanciamiento que relativiza la historia que le sigue y, en la misma medida, introduce la duda. ¿Qué nos está contando Ian McEwan? ¿Un episodio trivial con tintes tragicómicos? ¿Uno de tantos dramas de la vida cotidiana? ¿Una reflexión sobre la incomunicación, en la cual el conflicto sexual tendría un carácter más emblemático que real? ¿Una alegoría sobre la resistencia de la burguesía a admitir a alguien proveniente de un estrato inferior, como es el caso de Edward con respecto a Florence? Probablemente todo y nada. No es preciso que un escritor atribuya carácter simbólico a los detalles, ni siquiera que repare en su posible interpretación. En una obra coherente los detalles adquieren valor simbólico en la conciencia del lector, tanto si lo busca como si no, y este simbolismo de los detalles, sobre todo si no es explícito, es lo que da grosor al relato y lo diferencia del mero atestado.
Al final de Expiación, el propio Ian McEwan, a través de su personaje principal, se hace presente e introduce un elemento perturbador, que la película recoge: el autor es el dueño del relato y es él quien determina su rumbo. A mi modo de ver, esto no es del todo cierto. Un relato tiene una vida propia; una vida convencional, pactada entre el autor y el receptor, pero vida. Lo que entendemos por ficción no es otra cosa. Un desenlace alternativo trunca la vida del relato, porque implica que todo lo que se nos ha contado con anterioridad no era ficción, sino artificio y mentira. Y esta declaración invalida la ficción, no porque nos revele algo que ya sabíamos, sino porque rompe el pacto de credulidad en que se basa.
En Chesil Beach Ian McEwan procede del modo contrario. Sin ocultar su presencia, deja que la historia fluya por sí sola, y al hacerlo crea un drama verídico, abierto al análisis y la reflexión, al que el misterio y la contradicción, como ocurre en la realidad, le dan verosimilitud.
En las últimas páginas de la novela, la narración avanza a grandes zancadas y el tiempo se comprime. La aceleración es una técnica eficaz, pero una técnica al fin y al cabo, y el efecto suele ser reduccionista. En el caso presente, corre el riesgo de convertir un drama humano en la alegoría de una época o en una admonición. En definitiva, replantea el desconcierto al que ya me he referido: Edward y Florence son demasiado inteligentes y demasiado sinceros en sus sentimientos para que su relación se arruine sin remedio al primer tropiezo. La desinformación y el nerviosismo, por más que se den de un modo exacerbado, deberían compensarse por la confianza, la curiosidad, la sensualidad y la capacidad de recuperación inherente a la juventud.
Pero todo esto es secundario. Chesil Beach es una novela espléndida, emotiva, inteligente, absorbente y equilibrada. La narración de la peripecia vital de los protagonistas es minuciosa pero no prolija. Lo cotidiano y lo prosaico son descritos de un modo ameno y vivaz, sin parsimonia. Ningún elemento es superfluo; no sobra una palabra. -

Mientras tanto, Mónica Lavín en la revista Letras Libres tampoco mezquina su entusiasmo:
Chesil Beach es la novela más reciente del escritor inglés Ian McEwan (Aldershot, 1948), quien no deja de sorprender por la incisión de su mirada y el poder de su prosa, que lo mismo se detiene en la historia inmediata –como en Sábado (2005), donde los acontecimientos del 11 de septiembre y la participación de Inglaterra en la guerra de Iraq azuzan los pensamientos del neurocirujano Henry Perowne– que en la Segunda Guerra Mundial, como es el caso de Expiación (2001). En esta nueva novela, breve y veloz, el año es 1962 y los personajes son una pareja de jóvenes –él estudiante de historia, ella música– vírgenes y recién casados que celebran su noche de bodas en un hotel apartado y romántico de la costa de Dorset frente al Canal de la Mancha (...) Escritor sutil, atento a los alcances de las obsesiones y equívocos de los hombres, heredero de una tradición literaria inglesa de autores como Austen y Conrad –capaces de retratar en un gesto todos los pensamientos y emociones de los personajes–, McEwan cala en el silencio y hace visible lo invisible, como él mismo señala refiriéndose al proceso de escribir. Si en Amor perdurable (1997) lo que prevalece en la memoria del lector es ese comienzo en que un globo aerostático se eleva con un niño a la deriva sobre Oxford Park, en Chesil Beach es el ritmo pausado del mar, como la marea de las pieles, a contrapelo con el estallido sobre las rocas y el golpeteo de los pensamientos, lo que estremece: el trágico devenir, las palabras equivocadas, las cosas aparentemente sencillas. Porque, como dice el narrador de esta novela, cuando se trata de las relaciones amorosas, “nunca es fácil”.

Y en el Radar Libros del diario argentino Página12, Juan Pablo Bertazza no sale de su asombro:
¿Cómo hace Ian McEwan? En un momento de la literatura marcado a fuego por una homogeneidad que tiene que ver con la búsqueda escéptica, con la experimentación resignada, el humor y el gesto, con algo que, en definitiva, no tiene que ver estrictamente con la literatura, él es uno de los pocos escritores cuyas líneas podrían reconocerse a millas de distancia, esparciendo siempre una estela clásica que nunca –y tan lejos está de eso– lo vuelve anticuado. Chesil Beach llega para susurrarnos al oído que McEwan es, además de un maestro de la forma –algo evidente para los lectores de Expiación, Sábado o los relatos de Primer amor, últimos ritos– también un experto en algo para nada menor: la elección de la materia prima que dará alimento a tramas y fábula.
Leo además la reseña que le hacen en ADN Cultura y estoy completamente de acuerdo con Walter Cassara:
Bastaría con hojear las páginas que dedica a describir la antigua playa situada en la costa de Dorset, al suroeste de Inglaterra, donde los personajes pasan su noche de bodas, para comprobar que aquí el paisaje es tan importante como en una novela decimonónica. De hecho, podría incluso decirse que el paisaje es el factor determinante de la ficción, como si el autor hubiera tenido en mente el locus antes que la intriga y la época en que se desarrollaría la historia. Las finas y precisas pinceladas con que McEwan muestra dicho escenario, una reserva geológica cuyos yacimientos datan de la era mesozoica, evocan de inmediato las líricas acuarelas de Joseph Turner o John Constable, dos grandes pintores del romanticismo inglés. De este modo, como las esqueléticas nieblas londinenses de Stevenson o las ásperas landas en la prosa de Thomas Hardy, los guijarros inmemoriales de Chesil Beach se ajustan a la perfección a la historia de amor, ligeramente trágica y fuera del tiempo, que cuenta esta novela. No se trata pues de una locación accidental o puramente decorativa. McEwan ha optado por la playa de Chesil, que conecta las islas británicas con la isla de Portland (vale decir que el lugar es, de algún modo, una isla dentro de otra isla), para proyectar el conflicto íntimo de los personajes, su extrema insularidad cultural y su inexperiencia frente al deseo.

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